Hacia mucho tiempo que mi padre no me abrazaba y, no pude evitar recordar una noticia que había leído en el periódico semanas antes de aquél abrazo en el salón, sobre un neonato que dejaron abandonado en un hospital. Nadie acudió a su nacimiento. Nació solo y prematuro. Como era tan pequeñito y frágil, a todos en el hospital les daba miedo tocarlo, asi que, pasaron meses y meses y el niño seguía allí, encapsulado en su refugio de cristal.
Las enfermeras metían las manos, cubiertas de gruesos y fríos guantes azules, a través de los huecos de la incubadora. Le acercaban los biberones, con leche prestada de otras madres, a la boca, y lo alimentaban cada tres horas. Tenía oxigeno entubado para ayudarle a respirar y lo vigilaban día y noche. Pero nadie se atrevía a tocarlo, pues era tan pequeñito y frágil... que todos tenían miedo de hacerle daño.
Lo dejaron en una sala, incubando y esperando, esperando e incubando. A tal punto que el niño dejó de ser niño. Pese a tener todo lo necesario para vivir, el bebé—que ya no era niño— se fue fusionando, poco a poco, con la incubadora. Y nunca más volvió a ser niño.
Cuando mi padre me abrazó aquella noche, sentí que yo era ese niño. Sentí pudor, incomodidad, rechazo y asco. Acompañado de aquel sentimiento infantil ante la inminente bronca de una madre al cometer un error. Me quedé varios segundos esperando mi sermón.
No estaba acostumbrada al amor, y mucho menos a recibirlo.
Así que cuando me abrazó, rompí a llorar, y mis lagrimas tenían un sabor tan ácido que me dejó insípidas todas las palabras. Creo que él no entendió que mi corazón mandaba señales de auxilio en Código morse:
··· — — — ···
Mi corazón latía como un puño golpeando una puerta, desesperado por que alguien le abríera. Estoy segura de que pudo notar que mi corazón quería irse.
Me quedé petrificada con los brazos rodeando su cuello y no pude decir nada... Ni siquiera podía gesticular. Las lágrimas corrían mejilla abajo, a toda prisa, sin la ayuda de unos músculos que las impulsarán.
Mi cuerpo se quedó, quizás por cortesía. Yo, sin embargo, me fui tan tan lejos de aquel salón, que nunca más volví a verlo.
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